La vida
de Jesucristo deja muy claro el deber y el privilegio que tenemos de prestar
servicio a nuestros hermanos y hermanas sobre la tierra.
Luego de
Su última cena aquí en la tierra, Jesucristo se sentó con Sus discípulos, sabiendo
que pronto se le quitaría Su vida mortal. Él sabía que iba a sufrir por los
pecados del mundo. Conocía que uno de Sus apóstoles lo traicionaría
entregándolo a la turba que lo crucificaría. Aunque debe haber sentido el peso
de todos estos abrumadores pensamientos, Jesucristo humildemente se arrodilló y
lavó los pies de Sus discípulos antes de dejarlos. El Hijo de Dios, que había
vivido una vida perfecta y tenía el poder de sanar a los enfermos, levantar a
los muertos, transformar el agua en vino, efectuó este humilde y pequeño acto
de servicio. No ha existido nadie más poderoso ni más digno de devoción, sin
embargo, Él se arrodilló y limpió los pies de Sus discípulos. El Salvador
brindó el mejor ejemplo de servicio. Cada minuto de Su ministerio terrenal lo
pasó sirviendo a Su prójimo.
Alimentó a los hambrientos. Sanó a los enfermos. Bendijo a los
necesitados. Les sirvió al enseñarles. Siendo apenas un muchacho de doce años,
Él estaba “en los asuntos de [Su] Padre” (Lucas 2:49). Puede ser abrumador intentar vivir
conforme al ejemplo perfecto de servicio de Jesucristo, pero podemos recordar
que aun nuestros pequeños actos muestran nuestra resolución de ser como Él.
Cuando visitamos a los enfermos o a quienes están solos, estamos siendo como
Jesús. Cuando ayudamos a nuestro vecino a reparar su techo, cuando proveemos de
comida a alguien que la necesita, cuando donamos para ayudar en una catástrofe,
cuando perdonamos a quienes nos ofenden, estamos sirviendo como Él serviría. El
servir como Jesucristo tiene un efecto purificador en nosotros. Nos ayuda a
entender la idea de que nuestro tiempo, talentos y posesiones no son sólo
nuestros.
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