Quizás suene raro, pero todo el que cree en
Jesús es un santo. A veces pensamos que la santidad es una situación
permanente, pero en realidad las palabras «santo» y «santificar» provienen de
una raíz griega que significa limpiado, separado y puesto
aparte para uso futuro. Es posible que no seamos santos perfectos ni
inmaculados, pero Su sangre nos santifica. Jesús nos toma, sucios de pecado, y
lava nuestros pecados con Su sangre y nuestros malos pensamientos con Su
Palabra. (1Jn.1:7; Ap.7:14b; Efe.5:26)
La santificación no es algo que sucede de una
vez y para siempre al recibir la salvación. Es un proceso constante. Cuando
Jesús les lavó los pies a los discípulos en la última cena (Jn.13:4-12), quiso
demostrarles que con haber sido limpiado una vez por el Señor y nacido de
nuevo, es suficiente. Pero a pesar de ser una nueva criatura, si se chapotea en
la mugre de este mundo al servir al Señor, es necesario un poco de limpieza cada
día. ¿Pasa acaso un solo día sin que pequemos? Pues no, ninguno de nosotros
es perfecto. Somos humanos, y Él tiene que limpiarnos a diario la mente, los
pensamientos, el cuerpo, nuestras acciones y nuestras palabras. Una vez tras
otra debemos ser lavados y puestos aparte. ¡Jesús lo ha hecho y
sigue haciéndolo!
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