No
hay cosa mecánica que funcione sin algún tipo de aceite o lubricación. Cuando
las piezas móviles se rozan, se crea cierta fricción. La fricción genera calor,
el calor origina fuego y el fuego hace que las piezas de la maquinaria se
quemen, ¡que se consuman! ¡Pero el aceite que se derrama sobre las piezas de un
mecanismo que rechina, se queja, gruñe y chirría, hace que esa parte del
mecanismo se suavice y comience a funcionar sin quejas!
Nuestros
espíritus, al igual que las máquinas, necesitan limpieza y aceite: ¡el
lavamiento del agua pura de la Palabra, el aceite del amor y la paciencia del
Espíritu Santo! ¡Sin el aceite del Espíritu Santo nos oxidaríamos o nos
echaríamos a perder, o la fricción nos recalentaría, disminuiría nuestra
velocidad o nos detendría! ¡Sin mantenimiento y lubricación adecuados, pronto
nos volveríamos inútiles y Dios nos desecharía como chatarra!
Pero
gracias a Dios, el aceite del Espíritu Santo lo lubrica todo: ¡nuestra cabeza,
corazón y lengua, e incluso nuestros pies, para que vayamos a predicar el
Evangelio! ¡Él vierte el Espíritu Santo y nos llena de arriba abajo cubriendo
hasta la última pieza! ¡Gracias, Jesús! (Hechos 2:17,18)
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